En setiembre de 2012 recibí un mensaje de Gustavo Rubino Begner, un chubutense apasionado por la arqueología que había visto mis videos sobre enigmas precolombinos por internet. Me notificaba de un hallazgo sobre el cual
pedía absoluta reserva. Se la prometí, y así comenzó un nuevo capítulo de mi
saga patagónica, fecunda en sorpresas.
Gustavo se traía algo sensacional bajo el
poncho: ¡geoglifos geométricos complejos… junto al río Chubut! Acompañaban el
mensaje unas fotos desconcertantes de una estrella de ocho puntas trazada
apartando los cantos rodados del desierto, en cuyo centro descansaba un cráneo
con unos huesos de guanaco.
De inmediato recordé las descripciones del
Perito Moreno referidas a Yamnago, donde vio más de doscientos parapetos de
piedra con huesos depositados encima a modo de ofrenda a la “dueña del lugar”.
Se trataba de un ritual relacionado con la cacería, y así se lo hice saber a mi
corresponsal. Al mismo tiempo, noté que la estrella parecía muy reciente, con
los trazos muy vivos aún, lo cual a primera vista planteaba una contradicción.
Por toda respuesta, Gustavo me envió nuevas fotos de una serie de geoglifos
circulares y sendas visiblemente antiguas, pues la vegetación había crecido
sobre ellas desde tiempo inmemorial. Al verlas dejé a un lado mi escepticismo
inicial, y comprendí que la estrella no estaba aislada, formaba parte de un
conjunto más amplio de origen indígena, aunque ella misma pareciese de factura
moderna. En sucesivos mensajes especulamos con algún grupo mapuche actual, que
hubiese decidido retomar la tradición de los geoglifos, pero me resultaba
difícil creerlo.
Nuestra correspondencia se hizo intensa, a
medida que nuevas figuras iban saliendo a la luz. Yo comencé a participar de
los hallazgos a través del programa Google Earth, en tanto Gustavo hacía el
trabajo de campo, aportando confirmaciones de las figuras que se veían, o
descartándolas cuando resultaban simples ilusiones producidas por la lejanía de
la foto satelital.
Al mismo tiempo, empezaron a surgir elementos
extraños en los mails de Gustavo, presencias luminosas que señalaban geoglifos
en el campo, y hasta mensajes escritos en el polvo sobre los muebles de su
casa, ofreciendo claves para la investigación. Aunque para nada reacio a lo
sobrenatural, yo no sabía bien qué pensar de esto. ¿Mi nuevo amigo era un
mitómano? ¿consumía alucinógenos? Decidí que no, sus experiencias eran reales.
Simplemente debía aceptarlo así, con sus aristas insólitas, estas formaban
parte de su personalidad. Al fin de cuentas, yo mismo llevo una vida que pocos
consideran “normal”… no trabajo ocho horas en una oficina, y a menudo me buscan
misiones imposibles, donde no hay provecho económico alguno.
Me dije: Demetrio, no puedes juzgar a nadie.
Si este joven se acerca a ti, es porque existe una sintonía espiritual, y tal
vez, una misión en común. Así, cuando me envió una foto donde se veía una
persona vestida de azul en medio del desierto, asegurándome que en aquel
momento no había nadie ahí, suspendí mi juicio, y decidí bautizar al aparecido
con el nombre de Serviliano Salas, un personaje de la novela “Trapalanda”.
La investigación avanzó a paso vivo,
ampliando las observaciones a todo el curso inferior del río Chubut. En cierto
momento la imagen satelital me mostró una cara sobre la cual convergían
antiguos senderos, una cara perfecta, bien sombreada… estaba en el fondo de un
ojo de agua, la descubrí al comparar imágenes satelitales anteriores del mismo
lugar. Parecía una psicoplastia, como las famosas “caras de Bélmez”. En este
caso, el agente modelador era la humedad retenida por el terreno al secarse el
agua, el cual había producido un efecto similar a una fotografía. Marcamos el
punto para explorarlo personalmente cuando yo fuese para allá, aunque no era un
geoglifo. En un sondeo preliminar de la zona, Gustavo encontró tres perros
muertos colgados de un alambrado, para espantar a sus congéneres. Las jaurías
de cimarrones infestaban la zona, pero no nos íbamos a asustar por eso. ¡Ni los
jabalíes nos detendrían!
Empieza
la acción
Y así fue como en febrero de 2013, al terminar mis vacaciones de verano, viajé a Chubut desde San Bernardo, acompañado por Cris y las niñas. En Puerto Madryn estreché por fin la mano de Gustavo,
y esa misma tarde nos ofreció un aperitivo de lo que íbamos a ver cuando
llegásemos a Trelew. Pasando Punta Cuevas, la costa del Golfo Nuevo es rocosa y
sin playa. Allí estacioné el auto y bajamos a una plataforma rocosa frente al
mar, donde se halla trazado lo que parece un ojo de gato de seis o siete metros
de diámetro. Su ejecución denota una técnica diferente a la utilizada en los
geoglifos del río Chubut, pues aquí se trabajó la roca sedimentaria de la costa
para lograr líneas en relieve.
Esta figura cercana
al mar tiene la particularidad de cubrirse y descubrirse con la marea. A unos
quinientos metros de ella, vimos una serie de círculos dobles y semicírculos
sobre los cuales se ha depositado una gruesa capa de sedimentos: también quedan
ocultos en ciertos momentos del día, y expuestos en otros. Mientras volvíamos
al auto, me dije que estos geoglifos costeros posiblemente tenían relación con
luna y las mareas, pues aquélla era una deidad importante para todas las etnias
indígenas de la Patagonia.
Al día
siguiente viajamos a Trelew para explorar los geoglifos cercanos al río Chubut.
Gustavo nos guió hasta una planicie completamente desierta tras las barrancas
que descienden al río; estaba algo nervioso, y perdió el camino, pero como a la
hora de marcha, encontramos nuestro objetivo. Las figuras principales –las más
complejas- están muy cerca unas de otras, lo cual plantea un enigma. ¿Porqué se
grabaron cuatro círculos entrelazados inscriptos dentro de uno mayor, tan cerca
de una estrella de ocho puntas y siete círculos concéntricos? Si estos fuesen
los únicos geoglifos, uno podría pensar en un trabajo moderno, pero tal
hipótesis cae cuando comprobamos que hay muchas otras figuras –la mayoría
inacabadas o abiertas- diseminadas a lo largo de varios kilómetros, la mayoría
visiblemente antiguas. Además, otros elementos abogan a favor de un origen
indígena: mi hija Anahí encontró una
boleadora entera, y casi al mismo tiempo, Gustavo halló otras dos partidas, tal
vez como ofrenda a la divinidad. Es evidente que hubo presencia indígena en
estos sitios.
Vistos de cerca,
los círculos entrelazados parecen tener una antigüedad considerable: sus líneas
apenas se ven, y en medio del trazado han crecido plantas xerófitas. Gustavo me
hizo notar que la piedra central del geoglifo es un percutor indio, con una
parte roma, mellada por los golpes. Y esos golpes no son recientes… sobre la
melladura y el resto de la piedra han crecido unos líquenes negros, que cubren
esa parte por completo. Y por si fuera poco, otro tipo de liquen –éste de color
verde- ha crecido sobre la cara de la piedra apoyada contra el suelo.
Junto a este
geoglifo, como he dicho, hay otra figura notable: siete círculos concéntricos.
Estos también presentan tres grandes piedras en el centro cuya cara inferior
está infestada líquenes, lo cual demuestra su antigüedad. Es posible que esta
figura se haya trazado sosteniendo una cuerda con nudos equidistantes fijada al
centro, aumentando su extensión para cada nuevo círculo.
Comparada con estos
geoglifos de líneas gastadas, la estrella de ocho puntas desentona por el
aspecto reciente de sus trazos. En el momento no pudimos explicárnoslo, y nos
limitamos a tomar fotos. Su examen posterior nos proporcionó la clave para
develar el enigma.
A unos dos
kilómetros de ahí observamos otras figuras, algunas inacabadas, otras
perfectas. Cuando me aproximé a un doble círculo mellado con innúmeros puntos
blancos que sugerían marcas dejadas por una multitud, ya no dudé de que se
trata del trabajo de una tribu entera, y de ninguna manera puede atribuirse a
un solo individuo. Tal conclusión se ve confirmada por las fotos satelitales,
pues hallamos este doble círculo con la senda que lo atraviesa por el centro en
la foto histórica del 2002 provista por Google Earth. Este geoglifo pues, ya
había sido fotografiado por el satélite más de una década antes de nuestra
visita.
Más allá dimos con otros círculos concéntricos, muy gastados y menos perfectos que los primeros. Sacamos fotos, y ya cansados emprendimos el regreso. El día había sido fructífero.
Más allá dimos con otros círculos concéntricos, muy gastados y menos perfectos que los primeros. Sacamos fotos, y ya cansados emprendimos el regreso. El día había sido fructífero.
Durante las
jornadas siguientes exploramos otros puntos sugeridos por nuestra investigación
satelital, incluyendo la “cara” formada por la humedad, que ya no se veía. Cris
encontró una herradura vieja en el campo, que nos llevamos como amuleto. Y así
decidimos llamarnos “la secta de la herradura”, para simbolizar la buena suerte
que acompañó nuestra investigación.
Detectando patrones
antiguos
De regreso a Buenos
Aires, tomé algunas notas para poner en orden mis observaciones:
1.
Todos los geoglifos
cercanos al río Chubut están hechos con una técnica muy sencilla, apartando las
pequeñas piedras que cubren uniformemente la llanura, y dejando ver el suelo
blancuzco que hay debajo. La figura que más abunda es el círculo y sus
derivados, como la “mandorla”, formada por la intersección de dos arcos; las
curvas circulares, simples o dobles, y la sinusoide; también hay ángulos rectos
-aunque son menos comunes- líneas en zigzag y un “corazón”.
2.
Es frecuente ver
pequeñas manchas blancas en el suelo asociadas a los geoglifos; algunas son muy
prolijas, denotando su origen artificial. Otra constante detectada es la
existencia de una o más sendas antiguas que apuntan a un geoglifo determinado,
o que unen varios de ellos.
3.
La presencia de ángulos rectos, o de amplios
arcos de círculo –simples o dobles-, permite diferenciar estas sendas de origen
humano de los senderos irregulares producidos por el transitar en fila de los
guanacos, que convergen en las aguadas alimentadas por la lluvia.
4.
Los geoglifos parecen
haber sido trazados a lo largo de varias generaciones, pues algunos diseños se
ven muy claros, en tanto otros ya están casi borrados por el paso del tiempo.
Incluso descubrimos figuras superpuestas a otras más viejas. Es como un
palimpsesto, donde cada geoglifo corresponde a una época distinta. Pero la
mayoría son muy antiguos, no hay más que ver las sendas que los señalan y
atraviesan, están cubiertas de coirones y otros arbustos xerófitos de lento
crecimiento y gran tamaño.
Enigmas e hipótesis
Las preguntas
surgían en mi mente, inevitables: ¿cuál es el significado de los geoglifos?
¿para qué fueron trazados? Bosquejé algunas hipótesis al respecto, ni
definitivas ni excluyentes entre sí:
-Es probable que
los geoglifos hayan sido escenario de rituales propiciatorios relacionados con
la caza y la lluvia, pues sobre algunos senderos y figuras se encuentran
cráneos de guanaco dispuestos a manera de ofrenda, como los descriptos por el
perito Moreno en Yamnago.
-Los pueblos
antiguos de la Patagonia veían los astros como el hogar de sus antepasados, por
lo cual, tomando en cuenta que se ven desde lo alto, estas figuras tal vez
facilitaban la comunicación con los dioses y los ancestros de la esfera
celeste.
Testimonio histórico de
una ceremonia singular
Mientras estaba en
estas reflexiones, recibí un mail de Gustavo que me dejó boquiabierto. ¡Mi
amigo había encontrado una referencia histórica a un geoglifo similar a los
vistos por nosotros, en otro lugar de la Patagonia! De algún modo, había puesto
el broche de oro a la investigación iniciada por él mismo. Transcribo aquí su
mensaje, y el testimonio histórico que decide la cuestión a favor de la
antigüedad de los geoglifos:
Corría
el año 1862. Guillermo Cox, renombrado viajero patagónico de origen galés,
proyectaba unir Chile con el Atlántico por vía fluvial. La idea era construir
una embarcación a orillas del Nahuel Huapi, y desde allí navegar hasta Carmen
de Patagones. Cox se aprestaba a cruzar el paso cordillerano hacia el lago,
cuando fue testigo de una ceremonia singular ejecutada por los indios que lo
acompañaban, sobre una figura circular trazada en el suelo de la meseta de
Inihualhue:
“Nos detuvimos para dejar descansar los
caballos y acomodar las cargas. Luego en un círculo que hay trazado a la
derecha, como de tres metros de radio, cada una de las personas de la comitiva
con mucha seriedad, dio tres vueltas en un pie: esta ceremonia asegura el éxito
del viaje a todo viajero que atraviesa el boquete, tanto para Valdivia como
para las pampas. ¿De dónde viene esta costumbre perpetuada por la tradición?
Nadie lo sabe, pero todos la cumplen con escrupulosa exactitud. El círculo
tiene como dos pies de profundidad, y parece ahondado con la sola repetición de
la ceremonia. Nosotros conformándonos con la costumbre, dimos también las tres vueltas
en un pie.”
(Guillermo Cox, Viaje a las regiones
septentrionales de la Patagonia)
Simbolismo de las figuras
Los siete círculos recuerdan los siete
cielos planetarios de la Antigüedad; los buriatos del lago Baikal trazaban
diseños similares, dentro de los cuales ejecutaban la danza “Tsam”, consagrada
a los dioses de cada planeta. En el centro de estos siete círculos o cielos, se
encuentran unas piedras mayores
colocadas a modo de petroforma, cuya disposición -según me hizo notar Gustavo-,
recuerda a las Pléyades, origen de la creación en las mitologías ancestrales.
Ellas podrían simbolizar el comienzo del tiempo.
Por su parte, los cuatro círculos
entrelazados pueden interpretarse siguiendo la tradición mapuche –compartida
por otras etnias del sur- que divide el mundo en cuatro pincipios: varón-mujer,
viejo-joven. A cada principio corresponde un círculo, que se conecta con los
dos vecinos, pero no con el opuesto a él, pues el hombre joven comparte la
juventud con la mujer, y la virilidad con el viejo, pero nada comparte con la
mujer vieja; otro tanto ocurre con cada uno respecto a los demás. El diseño
parece simbolizar estas relaciones, encerrando los cuatro principios dentro de
un círculo mayor que representa el cosmos.
Por último, la estrella de ocho puntas es el
símbolo tradicional de Venus, pues este astro vuelve a su misma posición en el
cielo al cabo de ocho años. Los vértices de la estrella señalan su posición en
el cielo, según se observa en la misma fecha cada año, hasta completar el
ciclo. Este período equivale exactamente a trece revoluciones de Venus, y cien
lunas sinódicas, por lo cual fue tomado como base de los calendarios mejicanos.
Una vez más observamos la armonía de las esferas –en este caso, los ciclos
sincrónicos de las luminarias y el lucero- expresada en una figura tradicional,
que pudo servir de guía para observaciones astronómicas y celebraciones
rituales.
Esto es cuanto puedo conjeturar sobre los
geoglifos principales, pero existen muchos otros trazos difíciles de
interpretar. Lo que nosotros percibimos como figuras incompletas son quizá
diseños intencionales cuyo sentido se nos escapa. Pueden ser testimonios de la
creatividad artística aborigen, o caminos de los espíritus, o... todo eso al
mismo tiempo. Es mejor dejar abierta la interpretación, pues los pueblos
antiguos eran maestros en el lenguaje simbólico, que es ambiguo y polivalente
por naturaleza.
El guardián de los geoglifos
Quiero extenderme ahora en el análisis de la
estrella, pues nuevos elementos salieron a la luz para confirmar su antigüedad.
Revisando las fotos tomadas sobre el terreno, hicimos una comprobación
sorprendente: en el interior de la figura hay un círculo de piedras del tamaño
de un puño, rodeando el cráneo de guanaco. Y estas piedras están casi todas
infestadas de líquenes, del mismo tipo que afecta el suelo donde se apoyan. La
conclusión obvia es que se encuentran en ese lugar desde hace muchísimos años,
no fueron traídas de otro lugar ni movidas recientemente; pues ambos, suelo de cantos
rodados y piedras dispuestas en círculo, han sido afectados en forma pareja por
la misma oleada de líquenes.
¿Cómo
conciliar esta evidencia con el aspecto reciente del trazado? Hay una sola
explicación coherente: la estrella ya existía, con su círculo interior cubierto
de líquenes rodeando el cráneo de guanaco, y alguien la remarcó, con la
intención de hacerla más visible.
Al parecer, los geoglifos del Chubut tienen
su María Reiche,[1] alguien espontáneamente
consagrado a limpiarlos y mantenerlos en condiciones, aunque su accionar no sea
el más adecuado para preservar el legado indígena. Este guardián misterioso me
inspiró un poema, tal vez fuese el mismo personaje aparecido subrepticiamente
en la foto de Gustavo:
Serviliano Salas
guardián de los geoglifos
perro humilde del Señor.
En las noches sin luna
pule las líneas de la estrella
con lentitud obsesiva
y cruel
bajo la fría mirada de Venus
indiferente a su esfuerzo.
De día
es una presencia elusiva
rasante en la llanura
surcada por cañadones profundos
o precipicios
donde se pierde
acechando al guanaco
cuyo cráneo
quedará
mondo y lirondo
sobre una figura sagrada.
Serviliano
es una sociedad secreta
de un solo hombre
iluminado
su perfil
por el sol bajo
que se demora en el horizonte
una eternidad.
Guardián de los geoglifos
perro humilde del Señor.
Serviliano Salas
malcogido
vestido de paño azul.
En la novela Trapalanda de Claudio Páleka,
este personaje vive solo en el desierto, ajeno a los apuros de la civilización.
Su vigor se ha estabilizado, y lo mismo que la planicie infinita donde vive, no
tiene un ascenso y un declive. O si los tiene, son tan imperceptibles como el
desnivel de la llanura. ¿Qué edad tiene Serviliano? La que uno quiera
atribuirle. Parece setentón, pero nunca llega a los ochenta. El tiempo para él
se ha hecho infinitamente divisible, como en las paradojas de Zenón,
congelándolo a las puertas de la vejez.
Serviliano es el espíritu mismo de los
geoglifos. Cuida esas figuras del desierto, tan inalterables como su propio
ser. El día que se borren, él desaparecerá.
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