7
A principios de 1998
conocí al ingeniero Fernando Fluguerto Martí, quien llegó a casa con un viejo
mapa de la Patagonia
enrollado bajo el brazo. Mi especialidad es la antigua cartografía americana,
por lo cual mi visitante deseaba consultarme. Desplegó el mapa sobre el
escritorio, y puso el dedo sobre la costa del golfo San Matías: allí se veía
una pequeña torre dibujada, y junto a ella una leyenda apenas legible: “ancien
fort abandonné”.
El problema es que en ese
punto nunca existió un fuerte español. Reflexioné un momento: las fundaciones
virreinales conocidas al sur de Carmen de Patagones fueron el fuerte San José,
erigido por Juan de la Piedra
a fines del siglo XVIII, en la península de Valdés, y la colonia Floridablanca,
en San Julián. El mapa trazado por Martín de Moussy, que teníamos ante los
ojos, registraba la primera bajo el nombre de “Colonia San José”, muy al sur
del fuerte abandonado. Aparentemente, pues, se trataba de otra construcción.
Señalé a mi amigo que los cartógrafos del siglo pasado no empleaban la palabra
“fuerte” para designar edificaciones indígenas.
Si no era una fortaleza
india, ni un fuerte español, entonces ¿qué era? De momento no supe contestar,
pero el enigma despertó mi curiosidad, y cuando mi visitante se hubo marchado,
consulté la cartografía de la época. Encontré que los primeros mapas en
mencionar un “Fort” en el golfo San Matías eran ingleses, siendo el más viejo
el de John Arrowsmith, impreso en dos versiones, 1834 y 1844. Las fechas eran
cercanas al célebre viaje del bergantín Beagle, cuyo capitán Fitz Roy había
sido comisionado por el Almirantazgo británico para explorar las costas
patagónicas.
En efecto, el cartógrafo
indica expresamente que su mapa fue confeccionado con los datos aportados por
esa expedición: “South America. From Original Documents, including The survey by the officers of H.M.
Ships Adventure and Beagle. Dedicated to Captain R. Fitz Roy”. Así pues, la expresión “Fort”, presente en su
mapa sobre el golfo San Matías, proviene de una observación hecha por los
marinos del Beagle.
El punto
consiste en saber si se referían a una fortificación allí existente, o si bautizaron con este nombre a
un cerro aislado sobre la costa. Revisé los topónimos cercanos, y encontré que
en todos los casos, los cerros o elevaciones son designados por Arrowsmith
mediante la palabra “Hill”, precedida por su respectivo nombre. Así, se lee un
poco al sur “Table Hills” (colinas o
cerros Mesa), y hacia el norte “Direction Hill” (cerro de la Dirección), “Nipple
Hill” (cerro Teta), “Leading Hill” (cerro Primero) etc. Sería de esperar
entonces que si los marinos bautizaron con ese nombre a un cerro, el cartógrafo
hubiese escrito “Fort Hill”, pero no es el caso.
Arrowsmith
–siguiendo las indicaciones de Fitz Roy- escribe solamente “Fort”; la ausencia
de la palabra “Hill” parece indicar que no se trata del nombre de un cerro,
sino algo distinto.
Tampoco
puede sostenerse que el cartógrafo tradujo el topónimo “Punta Castillo”
aplicado por el teniente Pedro García a este lugar, en un croquis de 1779. Este
croquis no pudo ser conocido entonces por los ingleses, pues figura en las
actas del proceso a Juan de la
Piedra publicadas mucho después. Y la cartografía española de
la región –empezando por Villarino- nunca incluyó dicho topónimo, cuya
traducción daría “Castle Point” y no “Fort”. Además, el segundo mapa de
Arrowsmith, publicado en 1844, dibuja esquemáticamente una torre protegida por
una muralla, despejando toda duda sobre su intención.
Pero
Arrowsmith no es el único cartógrafo de la expedición del Beagle. Los propios
oficiales del barco han confeccionado mapas de la Patagonia, uno de los
cuales se conserva en el Archivo General de la Nación, abarcando desde el
Río de la Plata
al Río Negro. El mapa siguiente a éste, -del Río Negro al Deseado- donde se
cartografía la región que nos interesa, ya no se encuentra en el Archivo. Por
suerte existe una carta de la
Patagonia hecha por De Tessan en 1855, “D’aprés les voyages
du Capitaine Fitz Roy”, donde se copia muy fiel y escrupulosamente el mapa de
los Oficiales del Beagle. Y aquí sí, figura el punto en cuestión, con la
leyenda “Fort”, y junto a ella la cota: “116 m”. Paseando el señalador del mouse sobre
el accidente geográfico en Google Earth, descubrí que esta cota es exacta, pues
la altura de la meseta del Fuerte oscila entre los 110 y los 120 metros como máximo,
con un promedio de 115
metros para la mayor parte de la meseta. No puede ser
casualidad. Obviamente los “116
m.” señalados por De Tessan provienen de una medición
con teodolito in situ, hecha por los oficiales del Beagle. No olvidemos que el
bergantín estuvo fondeado un tiempo en el puerto de San Antonio, probablemente
en esos días los marinos exploraron la zona con un patacho.
Ahora
bien, De Tessan dibuja un triángulo irregular junto a la inscripción, esto
parece un croquis de la meseta del Fuerte, cuya forma aproximada es triangular.
Este dibujo, junto con la cota, parece indicar que la denominación “Fort” se aplicó
a la meseta, aunque esté ausente la palabra “Hill”. Pero claro, dicha ausencia
resulta sugestiva, y siempre es posible que Arrowsmith contase con alguna
información adicional cuando señaló una fortificación sobre ese punto en su
segundo mapa.
Fascinado por este enigma
histórico, Fernando se ha consagrado a buscar el fuerte fantasma frente al
golfo San Matías, alquilando incluso una avioneta a fin de avistar sus
vestigios desde el aire. El tiene una teoría -quizá debería decir una fantasía-
sobre lo que pudo ser dicho fuerte: se remite al Perlesvaus, obra anónima del
siglo XIII, consagrada al alto misterio del Grial.
En este libro se describe
el largo viaje marítimo hecho por Percival hacia occidente, y su llegada a un
solitario castillo erigido en un risco de un país ignoto, donde se guarda el
santo Grial. Percival echa amarras y entra al castillo, donde se desarrollan
acontecimientos mágicos. Cuando sale, encuentra su nave varada en seco, por el
retiro de la marea. Fernando asocia esto con las enormes mareas del golfo San
Matías, cuyo rango bajante-creciente es el mayor del mundo (siete a diez
metros).
La asociación es
demasiado endeble, pero con el calor de la charla y el vino de sucesivos
encuentros, el entusiasmo prendió fuego en nuestros corazones. Eventualmente,
fui invitado a participar en la
Queste du Saint Grial patagónico. Y si el premio era
quimérico, los riesgos que corrimos fueron bien reales.
8
Para Semana Santa,
Fernando había organizado una nueva expedición al sur. Esta vez el objetivo no
era el Fuerte, sino unos “bajos del Gualicho” de siniestra reputación, que a
sus ojos parecían promisorios en la “Queste du Saint Graal”. Esto requiere una
explicación. El Grial, se dice, otorga eterna juventud a quien lo posee. Don
infernal o angélico, su obtención está reservada a los audaces. Y Fernando,
inspirado, decidió cambiar su estrategia para llegar al objetivo.
Corre por ahí la leyenda
de un paisano, Bernabé Lucero, quien bajó a encontrarse con el diablo en la
cueva del Gualicho la noche de Viernes Santo. Habiéndose dormido en la cueva,
soñó con el Maligno en la forma de un toro negro, que lo desafiaba a pelear con
él. Lucero lo apuñaló durante toda una noche interminable, hasta que al alba
ganó el derecho de pactar con las fuerzas oscuras. Pidió éxito con las mujeres
y habilidad para la guitarra. No sé qué prometió a cambio.
Y dicen que salió retinto
de la cueva, y desde entonces, no hubo china en el pago que se le resistiese.
Se lo veía a todas horas en la pulpería desgranando acordes con su guitarra,
sin cansarse nunca de tocar. Todo esto se lo contó a Fernando el hermano de
Lucero, después que Bernabé murió. Con cierta alarma le oí decir a Fernando que
planeaba bajar al Gualicho la noche de viernes santo, aventura en la que yo
podía participar, si lo deseaba.
Aunque me atrae la
arqueología amateur, esta vez la cosa tomaba otro cariz, y decidí no ir. Sobre
todo me preocupaban ciertas coincidencias trágicas que habían ocurrido en las
expediciones previas de mi amigo, y que sería penoso detallar aquí.
Cuatro muertes se habían
sucedido al comenzar o finalizar los viajes -todas ellas espantosas-, afectando
a parientes o amigos de quienes participaron en las salidas. Así que me
desentendí del asunto, y me dispuse a pasar la semana santa descansando en una
isla idílica del Delta con mi familia.
Pero yo había aceptado
unirme a la expedición sacrílega, y luego me había arrepentido. Y el Malo me
había tomado la palabra, porque el viernes santo viví una noche de pesadilla en
un hotel destartalado, antaño imponente, cuyo conserje y único morador es un
loco peligroso.
Sólo por milagro salimos
salvos de aquel antro; cuando le comenté a Fernando mi experiencia, quedó
asombrado por la coincidencia: fue la noche que él acampó en el Gualicho.
-Mi intención era pasar la noche en la cueva yo solo, con una
bolsa de dormir. Nadie debía acompañarme en esa vigilia iniciática. Salimos de
Las Grutas en mi camioneta 4x4, que bauticé con el nombre de Argos. Éramos
tres: yo, mi hijo mayor y un guía mapuche al que contraté para la ocasión, un
tal Quiñelaf.
El cielo relampagueaba,
se nos venía encima una tormenta. Te parecerá raro que diga esto, pero los
relámpagos tenían un brillo rojizo, en lugar del habitual blanco-azulado.
Nos salimos del camino y
entramos por la salina hacia un cerrito color azafrán donde dicen los paisanos
que “hay salamanca”. Paramos la camioneta y seguimos a pie, rodeando el cerro.
Seguimos, seguimos… y no
pudimos encontrar nuestro objetivo. Quiñelaf estaba desconcertado. “Seguro que
ese brujo hizo desaparecer la cueva”, dijo al fin, y no aceptó su paga. Tuvimos
que volvernos en medio de una tormenta de polvo que dejó ciegos los vidrios de
la camioneta.
Parece que el Nefasto,
por uno de esos juegos a que es tan adicto, faltó a la cita con quien lo
buscaba, presentándose en cambio ante quien lo eludía: en efecto, aquella noche
en el Delta se me apareció bajo la forma de un gato negro.
9
El Caballero del Grial
visitó en Valcheta al sr. Antonio Ribera, quien interviene en el rescate de un
submarino alemán hundido frente a la costa rionegrina.
-Es un U-Boot, como los de las viejas películas. Parece que llegó
acá en 1945, al finalizar la
Segunda Guerra Mundial.
Fernando me contaba esto
mientras compartíamos un plato de empanadas regadas con vino tinto. Había
tomado la costumbre de pasar por casa después del trabajo, para entregarme un
capítulo más de su saga patagónica.
-Dicen que participó en la operación Odessa.
-¿En serio?
-Sí, trajo un pez muy gordo escapado de Berlín cuando entraron los
rusos. ¿A que no sabés quién?
-Qué se yo. ¿Eichmann? ¿Menguele?
-El führer.
-¡No!
-Sí.
-¿Eso te dijo Ribera?
-Eso, y algo más: dónde vive actualmente.
Abrió su maletín, y sacó
la fotocopia de un diario patagónico viejo cuyo titular rezaba: “Hitler vive en
Mendoza”. Ilustraba la nota una foto borrosa de cierto chacarero alemán que a
la sazón contaba noventa años. El parecido con Hitler era superficial.
-Está bien. Servite otra empanada.
Fernando guardó la hoja,
satisfecho de haberme sorprendido. Pero la mejor historia estaba por venir:
-Vos sabés que este Ribera es un buen conocedor de la zona. Hace
tiempo, unos cazadores de apellido
Saavedra le contaron haber visto una piedra negra, muy lisa y pulida, de forma
piramidal, mientras deambulaban por la esquina sudoeste del cerro El Fuerte.
Los tipos intentaron levantar la piedra para llevársela, pero comprobaron que
estaba fija en la tierra.
Entonces cavaron para
desestabilizarla, y hete aquí que la piedra continuaba ensanchándose
indefinidamente hacia abajo, siendo la punta de una pirámide enterrada. Como no
tenían medios para emprender una tarea de envergadura, abandonaron el lugar con
las manos vacías. Desde entonces, nadie volvió a hallar la pirámide.
Levanté mi copa, y el
fuego del vino brilló a trasluz.
-Salud. Por la pirámide subterránea.
El ingeniero levantó la
copa a su vez; bebimos para olvidar las penas, y el sentido común.
10
No lejos del Fuerte, a
Fernado le indicaron la existencia de una piedra grabada. Como es muy pesada,
nadie se la pudo llevar, y permanece junto a una empalizada en medio del campo,
donde se la encontró.
Mi amigo se arrimó a
verla; en cuanto pudo echarle ojo, se le pusieron los pelos de punta: ¡una cruz
griega perfecta, profunda de 6 centímetros! Pensó que el bloque grabado
podía ser un resto del Fuerte, y tomó varias fotos que me mostró a su regreso.
Cuando las vio mi mujer -maestra de plástica- dijo: parece un molde. En efecto, el cuidadoso alisado interior de la figura sugiere que se la utilizó como lecho para recibir una colada de metal fundido.
Incluso se observa en la
cara superior del bloque, junto a la cruz, una importante melladura producida
por la reiterada introducción de algún instrumento a modo de cuña, para sacar
la cruz de metal ya enfriada de su matriz pétrea.
Tardé un rato en asimilar
la importancia de este descubrimiento: ¡es la primer evidencia de fundición de
metales en la Patagonia
precolombina! Salvo, claro, que se atribuya a los jesuitas, pero ellos nunca
prosperaron en la Patagonia,
ni colaban metal en moldes de piedra, ni forjaban cruces de brazos iguales.
Lo primitivo del
procedimiento queda atestiguado por el molde abierto, cual usaron los primeros
fundidores de la Edad
de Cobre.
Fascinado, amplié la foto
en la computadora. Las paredes interiores del molde presentan dos tonos
diferentes: la parte superior es gris azulada, mientras que la inferior es
ocre, como si hubiese absorbido alguna sustancia metálica depositada hasta ese
nivel.
Numerosos rayones se
observan en la cara superior, que el metalista puede haber usado como yunque
para martillar la cruz.
¿Y cuál sería el metal
fundido por los antiguos patagones? Oro sin duda, oro de la meseta de
Somuncurá, a cuyo pie se encuentra la piedra cruz.
Esto último tuvo ocasión
de comprobarlo Fernando cuando testeó la
piedra con un detector universal: puso una muestra de oro en su aparato, y
situándose en diversos puntos, dejó libre la antena, la cual indefectiblemente se
dirigió hacia el centro de la cruz.
Repitió la experiencia
con el resorte, y éste se puso a botar sobre el mismo lugar.
Si uno observa un mapa
mineralógico de la Patagonia,
este molde se encuentra justamente en el punto de mayor concentración de
metales: oro, plata, cobre, plomo, hierro abundan allí, tanto como faltan en el
resto de esa vasta región desértica.
Indudablemente, los
metalistas nómadas sabían lo que hacían cuando escogieron Somuncurá para
practicar prospecciones y erigir hornos: allí ejercieron su arte misterioso,
poniéndose al servicio de los jefes de la comarca, quienes les emplearon para
fabricar armas y objetos ceremoniales.
El pueblo les miraría con
recelo y admiración, pues un abismo cultural les separaba de aquellos primitivos
cazadores-recolectores.
Como los gitanos, irían
de tribu en tribu, manteniéndose orgullosamente aparte, y transmitiéndose los
secretos de su arte de padres a hijos.
Se objetará la ausencia
de armas metálicas en el contexto arqueológico patagónico.
Pero el cobre y el plomo
se oxidan, el oro es robado y refundido, en suma, el metal desaparece, y sólo
queda un molde para depositar la colada. ¿No es así?
11
Mirando las fotos que
había sacado Fernando en sus viajes patagónicos, un paisaje me llamó la
atención: nunca había visto semejante formación geológica, y sin embargo, no
podía tratarse de otra cosa. Son dos murallas paralelas que discurren en medio
de las colinas, en forma rectilínea, por cientos de metros.
Fernando había bajado del
auto a comprar un chivito en un puesto de campo, y las vio al otro lado del
río. No pudo cruzar, porque en ese lugar no hay puente, y tuvo que conformarse
con una foto.
Yo pensaba visitar
Bariloche el mes entrante, y se me ocurrió que una aventura en las murallas
podía agregar condimento a mi viaje. Pedí a Fernando precisiones sobre el
lugar, que lamentablemente no pudo darme. ¿Era sobre el río Chubut o el Chico?
Más bien cerca de la Confluencia. Quien
iba manejando era un ruso de la zona, por eso Fernando no estaba seguro del
camino. No importa, dije yo, me voy en avión hasta Esquel, y de ahí tomo un
micro hasta Confluencia. Me bajo en las murallas, exploro a mi gusto, y vuelvo
en el micro de la noche. Fernando me miraba, pasmado, pero atinó a decir:
-¿Vas a ir sin auto?
-Sí.
-Creo que estás soñando. ¡Eso es desierto patagónico!
Yo me encogí de hombros,
haciendo caso omiso a las prevenciones de mi amigo. En las semanas siguientes
me dediqué a preparar mi viaje.
Conseguí un horario de
transportes. Esquel-Gualjaina-Fo Fo Cahuel-Cushamen, domingos y viernes a la
noche. A Paso del Sapo una vez por semana -eso si el estado del camino lo
permite, me aclararon. La cosa no iba a ser tan fácil como yo pensaba.
Estaba, también, la
conveniencia de llevar un arma. No quise revólver, así que compré un puñal de
acero negro. “Por si me encuentro con un puma”.
La sensación de libertad
que me proporcionó este instrumento no es para ser descripta. De un paso, me
había apartado de la civilización, con sus leyes tiránicas.
Y por fin, partí hacia el
sur. El viaje tuvo dos fases: la primera, no tiene que ver acá, fue un paseo
por los lagos y bosques de coihues cercanos a Bariloche, que disfruté con mi
mujer e hijos. Luego ellos volvieron a Buenos Aires, y yo volé a Esquel.
En la terminal de ómnibus
de esta pequeña ciudad me sugirieron viajar de noche hasta Cushamen, dormir en
la terminal, y tomar el micro de regreso a las seis de la mañana, cosa que
hice.
A las siete el micro me
dejó en la Confluencia,
y vi perderse sus faros a lo lejos. Aguardé inmóvil una hora a que se hiciera
de día. Esperaba que la casualidad hubiese puesto frente a mí las murallas,
pero no fue así.
Me puse en marcha con el
sol, escudriñando los montes con el largavistas. Nada. Pregunté a uno o dos
paisanos, dibujando lo que buscaba en una pequeña libreta, sin resultado. Creí
distinguir unas bardas al final de una serranía, y hacia allí dirigí mis pasos.
Me descalcé y quité los
pantalones para cruzar un río congelado. Hacia el final del paso no sentía las
piernas. Llegué entumecido al otro lado -como diría un paisano, “casi me quedo
sonriendo”.
Las bardas no eran las
que fotografió Fernando. Total, que fatigué todo ese día el desierto, sin
éxito. Por la tarde, abatido, hice dedo a una camioneta -el primer vehículo que
veía en todo el día- que se dirigía a Gualjaina. Quiso la suerte que los que
venían adentro fuesen aficionados a la arqueología. Les conté lo que buscaba.
-Por acá seguro que no es -me dijeron. -Pero hay un lugar
-prosiguió el que manejaba- donde parece que se abrió la tierra, y las paredes
son bien lisas. Se llama Cañadón de la Buitrera, y está a unos ochenta kilómetros de
acá.
Yo no podía creer que
Fernando se hubiese equivocado por tanto, pero ya había registrado la zona de
Confluencia sin resultado alguno.
-¿Usted conoce el lugar?
-Solía ir a pescar enfrente. Dicen que por ahí contrabandeaban
autos rusos.
-¿De veras?
-Sí. Es el comentario de toda la región.
-¿Pero el suelo es liso como para que pasen autos?
-Bueno, yo no entré al cañadón, pero eso dicen.
Quedé pensativo un
momento: podía ser el lugar que yo buscaba.
-¿Cómo llego hasta allá?
-Lo va a encontrar fácil, está justo frente a Piedra Parada.
Poco después llegamos a
la comisaría de Gualjaina, y me despedí. Por la noche, en el casino de la
comisaría, oí cosas más raras: parece que el Cañadón de la Buitrera se extiende por
treinta o cuarenta kilómetros, desembocando en un sitio llamado el Mirador.
Allí, un tal Panaziti
había construido unos bungalows, junto a “unos paredones lisos, de más de
veinte metros de alto”. Quien me contaba esto era un dependiente de la
comisaría. Sentí vértigo ante la idea de meterme a caminar kilómetros por un
lugar oscuro, entre paredones tan altos, como por un túnel ciclópeo. ¿Podía ser
artificial semejante doble muralla?
Sobre el camastro
miserable que me destinaron, tiritando junto a un brasero apagado, esa noche
tardé en conciliar el sueño.
A la mañana siguiente
partimos en un viejo Dodge 1500 hacia Piedra Parada. El valle del río Chubut se
abría en toda su magnificencia ante nosotros, con mil formas creadas por la
erosión. Aquí un tren de pizarra estacionado sobre durmientes de grava; allá al
fondo un campanario carbonífero donde anidan las aves. La entraña terrestre ha
sido modelada en este país por movimientos tectónicos horizontales, verticales,
oblicuos.
Uno de los cerros es una
biblioteca de piedra, cuyos volúmenes relatan la historia geológica de la Patagonia. En las
cimas de las colinas y junto al camino se observan piedras calcáreas verdes.
Nuestro auto avanzaba
penosamente sobre el ripio; en una ocasión, un cascote casi nos parte el eje.
Por fin, a eso de las once, arribamos a Piedra Parada.
Mi primer mirada se
dirigió al Cañadón de la
Buitrera, cuya boca se abre ominosamente enfrente: no me
pareció el sitio que había visto en las fotos, aunque podía equivocarme.
Rodeamos la roca ciclópea
que da nombre al lugar, la cual forma una isla en medio del río, y fuimos a dar
a una pasarela peatonal, un kilómetro más allá. Aquí me apeé, conviniendo con
mis amigos volver a encontrarnos a las cinco en el mismo lugar.
Ellos regresaron a
Gualjaina, y quedé solo en la inmensidad del desierto patagónico. Desde el
puente se veía la boca del cañadón como dos murallas paralelas; según el ángulo
visual uno podía creer o no que era el sitio buscado.
Crucé a la margen
opuesta, donde encontré un paisano (el único que vería en todo el día), quien
me informó que no lejos, en dirección opuesta a la Buitrera, había un
“cañadón chico”. Tomé nota del dato y proseguí mi camino a la vera del río.
Quedé maravillado por una formación geológica semejante a una casa en ruinas,
de treinta metros de altura. ¿Sería la que vio Georgina -la mujer de Fernando-
por el largavistas, “como una construcción” cerca de las murallas?
No podía saberlo. Tomé
algunas fotos para mostrarles a la vuelta, y seguí de largo. Topé con un
roquedal que impedía el paso: supuse que eran los contrafuertes del cañadón, y
escalé con mucho cuidado, esperando hallar el precipicio al otro lado de un
momento al otro.
Sin embargo, al coronar la
cuesta, no vi nada: ¡ni señales del cañadón!
Desconcertado, seguí
caminando casi media hora más. Por fin, dos inmensas paredes de piedra aparecieron
ante mí, la obra sobrehumana de la naturaleza. A un costado de ellas hay lo que
parece una escalera con peldaños gastados por la erosión.
Sobrecogido por la
majestad del paisaje, entré al cañadón, siguiendo el curso de un riacho que
corre perezosamente sobre un lecho de arena y rodados. Curiosas cuevas se abren
en el acantilado, mas no tuve ánimo para explorar ninguna.
Continué un par de horas
por este cañón, que tiene muchas curvas. Pasado el mediodía hice alto para
comer, con el murmullo del arroyo por única compañía. El sitio era ideal para
arrinconar caballos y sacrificarlos. Instintivamente manoteé mi cuchillo, por
si alguna fiera vigilaba.
Decidí volver. A las
cuatro estaba fuera del cañadón, pero había una hora de camino todavía hasta la
pasarela. Me demoré admirando el paisaje cuyas facetas tallaban el sol bajo y
las sombras: frente a mí, torrecillas doradas coronaban los acantilados, y una
inmensa cúpula de basalto dominaba el valle río abajo. Mis amigos llegaron y juntos volvimos a
Gualjaina.
Al día siguiente volé de
Esquel a Bariloche en un avión militar, y esa misma tarde volvía a Buenos
Aires. Algún tiempo después, Fernando vino a casa con sus fotos de la muralla.
Las comparé con las mías: no era el mismo lugar.
Las murallas que vio
Fernando son rectilíneas, y además -ahora lo advertía- el suelo entre ellas se
eleva y baja, cosa imposible en un cañadón. Por lo tanto, tampoco podía ser el
“cañadón chico” mencionado por el paisano.
Ni Fernando ni yo
podíamos decidir su ubicación exacta: la gran muralla patagónica se había
perdido en el valle del río Chubut.
12
En febrero de 1999 Fernando y yo viajamos a
Neuquén para investigar un reporte que hacía referencia a ruinas de origen
desconocido, ocultas entre las bardas aledañas a esa ciudad. El vuelo en avión
fue un contrapunto de versos improvisados al estilo gaucho, alternado con
anécdotas personales. Afuera, un ominoso cúmulo de nubes generaba rayos
silenciosos, por suerte lejos de nosotros.
Aterrizamos sin inconvenientes. En el
aeropuerto nos recibió un amigo de Fernando residente en el sur, el licenciado
Marcos Ghio.
Nos llevó al hotel en su auto, y más tarde a
cenar en el casino de Neuquén, un lugar atendido por señoritas deslumbrantes.
Marcos no sabía nada de las ruinas, pero nos facilitó el nombre de un gran
conocedor del Comahue.
-Vayan a verlo
mañana, él los va a orientar. Trabaja en la terminal de ómnibus.
Volvimos al hotel y alistamos nuestros
equipos para el día siguiente. Fernando sacó de su bolso el detector universal.
-Esto funciona
por simpatía. Yo pongo una muestra metálica adentro, y la antena busca el mismo
metal.
Extendió la antena y lo probó en la
habitación: quedó apuntando hacia mí.
-¿Llevás algún
medallón puesto?
-No.
-¿Reloj, llaves?
-Tampoco. Las
dejé en el bolso.
-A ver, movete.
Caminé por la habitación, y la antena me
siguió.
-Qué raro,
nunca me pasó que el detector siga a alguien. ¿A ver qué muestra le puse?
Revisó el aparato y me miró, perplejo.
-Tenés un
corazón de oro.
Lo que nos fuimos a dormir, como diría
Lugones. Al otro día nos dirigimos temprano a la terminal y contactamos a
nuestro hombre.
Estaba deprimido, dos días atrás había
perdido a su hermano.
Sin embargo nos facilitó un guía, un
muchacho de unos dieciséis años, a quien instruyó sobre el lugar exacto donde
estaban las ruinas.
Le dimos las gracias y partimos.
Marcos y otro amigo se nos unieron, y en
esa brillante mañana emprendimos la excursión a bordo de dos autos, bajo un
calor que iba trepando, lento y seguro, hacia los 40°.
Quizá fuese apropiada la temperatura, porque
lo que hallamos, luego de apearnos y caminar casi una hora entre las bardas,
fue un horno primitivo de forma cónica, hecho de piedra y arcilla, con una
ventana triangular en su base.
Asombrados por las dimensiones y la calidad
de la obra, estudiamos la albañilería, sin hallar en ella motivo alguno para
juzgarla de origen moderno.
El diámetro de la base es de unos cuatro
metros, y el tiraje debió ser muy alto, aunque el remate de la estructura está
hoy desmoronado. Una larga mancha negra tizna la pared,
producto del humo que allí subía; la temperatura se mantenía gracias a la
espesa capa de arcilla que recubre el exterior.
Examiné el piso, y hallé que está cubierto
por más de medio metro de sedimentos; pero lo más revelador apareció afuera, a
unos pocos pasos de aquella construcción anónima: allí encontré piedras
fundidas, y otras ennegrecidas por el fuego, como un mudo testimonio de los
trabajos que se llevaron a cabo en ese emplazamiento.
Entretanto, Fernando había puesto en funcionamiento el detector universal dentro del horno: la antena giraba libremente, señal de que no había metales cerca. Sacamos varias fotos a la albañilería, y a un parapeto cercano que, según supimos, eran los restos de otro horno. Volvimos a Neuquén pasado el mediodía.
Ya en el hotel, Fernando consiguió el
teléfono de Claudia Della Negra, arqueóloga comisionada por la Dirección de Cultura de
la provincia para investigar el tema.
Tirado en la cama con un refresco en la mano
oía la conversación que mantenían el ingeniero y la arqueóloga: la cara de
Fernando reflejaba su desconcierto.
-¿Así que el
horno lo usaba una familia para quemar cal? Bueno, pero una cosa es que lo usen
y otra es que ellos lo hayan construido. En Italia todavía se usa un acueducto
construido por los romanos hace dos mil años… Sí, ya entiendo, está ocupada.
Adiós.
Nos miramos por unos momentos con aire de
sospecha.
-¿A vos te
parece que una familia puede haber hecho eso?
-No lo creo.
Una familia tendría suficiente con un horno chico, para qué iban a construir
dos hornos gigantes como los que vimos.
Esa tarde fuimos a la biblioteca de Neuquén,
donde conseguimos el informe publicado por la prensa sobre la investigación de
las ruinas llevada a cabo por la
Dirección de Cultura.
Su lectura nos permitió constatar varias
cosas:
Primero: Los hornos primitivos son varios,
dos en el barrio San Lorenzo de Neuquén, dos en la barda que visitamos y dos
más, idénticos, en General Roca, treinta kilómetros al este de los anteriores.
Segundo: No existe documentación oficial, ya
sea del gobierno o de fábricas, que mencione tales hornos, pese a sugerir ellos
una industria de envergadura, que excede largamente las necesidades de una
explotación familiar.
Tercero: Los arqueólogos suponen que datan
de principios del siglo XX, sin fundar esta suposición en evidencia alguna.
Nada más pudimos sacar en limpio sobre este
enigma. En un primer momento, el municipio había planeado incluir las ruinas en
el circuito turístico de la ciudad. Pero el informe negativo de la Dirección de Cultura
había dejado sin efecto esa intención.
Ya había caído la noche cuando dejamos la
biblioteca. Camino al hotel íbamos discutiendo, como los filósofos de la
escuela peripatética.
-El horno que
visitamos fue tapado por aluviones, y el de al lado destruido por completo.
¿Pudo ocurrir en apenas un siglo, desde que
los comerciantes de Neuquén recibían el oro extraído de Añelo y Chos Malal?
-A mí más bien
me parece que durante siglos los aluviones fueron depositando sedimentos
alrededor del edificio. Eso contribuyó a preservarlo.
-Puede ser.
Fernando continuó caminando en silencio por
unos minutos. De pronto se detuvo y me miró fijo.
-¿Vos no decías
que la “piedra templaria” era un molde para fabricar cruces de metal fundido?
-Sí. ¿Está muy
lejos de acá?
-En línea
recta, unos 250
kilómetros.
Nuestros ojos expresaron mutuo acuerdo.
-¿Vos sospechás
lo mismo que yo?
No dijimos más. Esa noche cenamos con
Marcos, y al día siguiente volamos a Buenos Aires. Fue el primer y último viaje
que hicimos juntos.
Estimado: fui muy amigo de Fernando Fluguerto Martí. Podríamos ponernos en contacto? Le dejo un homenaje musical a los caballeros del Grial, cantada por mí. In fernem Land (Lohemgrin) de Wagner
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=A7E8j_MxM9E
Estimado Gustavo: tu mensaje me hace recordar los viejos tiempos cuando nos veíamos con Fluguerto. Éramos bichos urbanos y de pronto nos lanzamos a explorar lo desconocido adonde el diablo perdió el poncho... podés escribirme a mi mail, demetriocharalambous@hotmail.com. Saludos cordiales
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