Jesús de las antípodas





22

   Un día como todos andaba en colectivo por el centro, cuando a través de la ventanilla veo un tipo de barba caminando por la vereda. El colectivo se detuvo en un semáforo y el barbado pasó junto a mí: se me hizo cara conocida.
-¡Enrique García Barthe!
   Me reconoció enseguida, pero no había tiempo para conversar. Mientras se alejaba el colectivo, me hizo señas de que lo llamase.
   Hacía tiempo que estábamos distanciados por causas pueriles. Esa noche tomé el auricular y disqué su número.
-¿Enrique? Qué hacés, che, habla Demetrio.
-Ah, ¿qué tal, viejo? Venite por casa el sábado, hay algo que te quiero mostrar.  
   Enrique vive por Florida, en una casa armada por él mismo, junto con su mujer e hijos. La tarde que fui a verlo estaba solo, horneando unos sellos de cerámica que acababa de modelar.
-Copié los “torteros” de Santiago del Estero, tal como aparecen en el libro de Graiver.
-Te felicito, parecen iguales.
-Son piezas perdidas, que ya no se recuperan más. Me pareció útil reproducirlas, por si alguien quiere estudiarlas.
   Tomamos café, y luego Enrique puso a proyectar un video en el televisor.
-Esto lo filmé el año 97 en distintos puntos del Chubut. Prestá atención.
   Me arrellané en mi butaca, con la taza caliente aún en la mano. Desde un primer momento el video captó mi interés. La imagen mostraba un malal, una fortificación de piedra en medio del desierto patagónico. Enrique deambulaba junto a las murallas mientras silbaba el viento como una rueca equívoca; quien filmaba era un sobrino de su mujer, de profesión fotógrafo.
-¿Dónde es esto?
-En Mallín Grande, cerca de Telsen.
   Observé que algunas de las piedras apiladas eran muy grandes para ser transportadas por un solo hombre; había ángulos, cambios de dirección en la muralla, pero no emergía un diseño claro, ni un propósito discernible.
-Bien puede ser la edificación indígena más austral de cuantas se conocen.
   Enrique asintió, distraído. La escena había cambiado ahora; se veía un chenque o túmulo funerario bajo cercado con alambres.
-Filmé una tumba antigua, no puedo decirte dónde es. Los dueños del campo la mantienen en secreto para que no los expropien.
   La cámara tomaba una momia envuelta en un cuero de guanaco decorado con cruces y otros motivos geométricos. Se encontraba donde la enterraran, en una fosa visible a través de una grieta.
-¿Sabés cuánto mide?
-No.
-Dos metros con treinta y ocho centímetros.
-¿Nada más?
   Ahora la imagen mostraba el ajuar funerario de la momia: una mano y antebrazo tallada en piedra, con una pequeña serpiente ondulada sobre la palma; un sello cilíndrico con guardas geométricas, presumiblemente utilizado para tatuaje corporal o de prendas de vestir; y las boleadoras más raras que uno pueda imaginar.
-El difunto andaba bien pertrechado, según parece.
-Es un cazador patagón muy anterior a los que encontró Magallanes.
   La filmación pasaba sin transición a un museo del sur, donde se conserva un fragmento de roca con la huella de un pie, o mejor dicho, de una sandalia, profundamente impresa en la piedra.
-¿Y eso?
-Vaya a saber. Unos documentalistas que la vieron pensaron en la huella de Lucy, la antropoide de tres millones de años y medio. Pero esto no es ceniza volcánica.
   Se había terminado la cinta. Enrique y yo permanecimos charlando, sintiendo livianas las horas. Me despedí entrada la noche.
   Mientras volvía a casa, un recuerdo pugnaba por aflorar en mi memoria. Yo había leído algo sobre huellas de pies impresas en la piedra… lecturas fragmentarias en viejos cronistas de Indias. Las llamaban “las pisadas del Apóstol”. Los jesuitas del Paraguay las describían, y también viajeros del Alto Perú. Se atribuían a un antiguo profeta llamado Pa’i Tumé en guaraní, y Tonapa en quechua.
   Decidí estudiar las viejas crónicas, para saber algo más sobre aquel misterioso personaje, que al parecer había peregrinado hasta el fin del mundo habitado. 

                   La "pisada del Apóstol" en el museo de Valcheta.




23

   “Esta nación –escribe el jesuita Charlevoix, respecto de los mañacicas- es muy supersticiosa. Una antigua tradición dice que el apóstol Santo Tomás predicó el Evangelio en su país, o envió allí algunos de sus discípulos; lo que es seguro es que, en las fábulas groseras y los dogmas monstruosos de que se compone su Religión, se descubren muchos rastros de cristianismo.
   Parece sobre todo, si lo que se dice es cierto, que tienen una ligera idea de un Dios hecho Hombre para la salvación del Género Humano; pues una de sus Tradiciones es que una mujer dotada de una belleza perfecta concibió, sin haber jamás convivido con un varón, a un niño hermosísimo, quien, llegado a la edad viril, realizó muchos prodigios, resucitó a los muertos, hizo caminar a los Cojos, devolvió la visión a los Ciegos, y, habiendo un día reunido a un Pueblo, se levantó en el aire, transformado en este Sol que nos alumbra. Si no hubiera, dicen los maponos, una distancia tan grande entre él y nosotros, podríamos distinguir todos los rasgos de su cara.”
   La impresión de haber sido evangelizados los indios antes de la llegada de los españoles a América la compartieron muchos religiosos. Por ejemplo, el padre Diego de Torres relataba en una Carta Annua de 1614 que en tiempos remotos un predicador había llegado del Brasil al Guayrá por el río Tibagipa:
   “Pues es un hecho que el apóstol Santo Tomás ha andado por todas las regiones del Perú. Más admirable es todavía que este santo haya visitado este último rincón del mundo y esta tan apartada provincia preparando desde tan antiguo el terreno para el más grande beneficio que Dios había de hacer a estos indígenas por medio de nuestros padres.”
   Otro cronista, el doctor Francisco de Alfaro, escribía: “Cuando estuve visitando la Gobernación de Santa Cruz de la Sierra, supe que había en toda aquella tierra noticia de un santo que llamaban Pay Tumé, el cual había venido de hacia la parte del Paraguay, y que había venido de muy lejos, de suerte que entendí como que había venido del Brasil por el Paraguay a aquellas tierras de Santa Cruz.”
   El padre Ramos confirmaba a su vez: “Lo que a personas curiosas he oído platicar tocante a este glorioso santo, cuyo nombre aún de cierto no se sabe, es haber venido a estas tierras del Perú por el Brasil, Paraguay y Tucumán.”
   Ya los primeros navegantes portugueses habían oído en la costa del Brasil relatos acerca del Apóstol, a consecuencia de lo cual bautizaron en sus mapas a la región de Guayrá como “Sierra de Santo Tomé”. 
   Esos mismos navegantes oyeron decir a los tupinambás de Bahía que Pa’i Tumé había llegado desde el mar en tiempos de sus bisabuelos. Era un hombre alto y barbado que vestía una túnica blanca y hablaba todos los dialectos indios. 
   Luego de atravesar las selvas atlánticas, el santón apareció en los Andes cargando una gran cruz de madera, según nos hace saber el cronista indio Juan de Santacruz Yamqui Salcamayua en su Relación de las antigüedades deste Reyno del Pirú (1613):
   “Y passado algunos años … llegó a estas provincias y reynos de Tahuantisuyo un hombre barbudo, mediano de cuerpo y con cabellos largos, y con camissas algo largas, que trayeva las canas, hera flaco, el qual andava con su bordón, y era que enseñaba a los naturales con gran amor, llamándoles a todos hijos e hijas… y quando andava por todas estas provincias ha hecho muchos milagros; solamente con tocar a los enfermos los sanaba… el qual dizen que todas las lenguas hablaba mejor que los naturales.
   Los yndios de aquel tiempo dizen que suelen burlar diziendo, tan parlero hombre, aunque les predicaba siempre, no fue oydo, porque los naturales de aquel tiempo no hizieron caudal ni casso del hombre… les predicaba, señalándoles y rayándoles cada capítulo de las rrazones. Los viejos modernos del tiempo de mi padre, don Diego Felipe, suelen decir que casi casi eran los mandamientos de Dios, principalmente los siete preceptos; les faltaba solamente el nombre de Dios nuestro señor, y de su hijo Jesucristo nuestro señor les faltaba, que es público y notorio entre los viejos; y las penas eran graves para los que quebrantaban.
   …Dizen que un cerro muy alto, llamado Cachapucara, estaba un ydolo en figura de muger, al qual dizen que Tonapa tuvo gran odio contra el dicho ydolo, y después le echó fuego y se abrasó el dicho cerro con el dicho ydolo, rrebentandoles y derretiendoles como una cera el dicho cerro, que hasta el dia de oy ay señales de aquel milagro espantable, jamás oydo en el mundo.
   Este baron, dizen que andando predicando, llegó a los Andes de Carabaya, y en ella hizo una cruz muy grande, y la trajo por sus hombros, hasta ponerla en un cerro de Carabuco, en donde les predicó dando grandes bozes, echando lágrimas.”
   Poco a poco el predicador fue ganando discípulos, hasta que al fin convirtió a su credo a la hija del cacique Makuri, rociándola con agua sobre la frente.
   El cacique se enfureció,  y ordenó empalar al santo en una palma de chonta, arrojando su cuerpo a las aguas del Titicaca. Sin embargo, el santo escapó, según Pachacuti, “tendiendo sobre el agua de la laguna la manta que traía, el qual manta sirvió en lugar de balsa”. En castigo por su maldad, el cacique y sus dignatarios vieron “caer y derribarse ydolo dellos: dizen que como viento bolaron el dicho ydolo; en una puna donde jamás llegaban los ombres, estaba el dicho ydolo; y guaca llorando, lamentándose como desterrado y la cabeza abajo, y por un indio fueron hallados e oydos el dicho ydolo; por cuya noticia sintieron grandemente los curacas la llegada de Tonapa, de que, como tengo dicho, fue presso.”
   He citado a Pachacuti in extenso, para que mostrar que la leyenda del Apóstol de Indias no es un invento de los misioneros, sino una tradición autóctona, que el cronista afirma haber oído a sus ancestros indios.
   Otra versión del mito, recogida por el padre Calancha, afirma que el santo murió empalado, y su cuerpo puesto sobre una balsa de totora en el lago sagrado:
   “El viento sopló en la popa de la balsa y se la llevó como hubiera hecho una vela, tan rápidamente que los indios quedaron sorprendidos…” 
  


24

   Por todos los lugares donde pasaba, Pa’i Tumé dejaba impresas las huellas de sus pies. Este curioso fenómeno ya lo señalaban, en cuanto al Brasil, los jesuitas Nóbrega y Lozano. En la costa de Bahía de Todos los Santos, en Itapuá, se hallaban numerosas improntas que, todas ellas, se dirigían hacia el mar. “Huellas de pie” del mismo género abundaban también en Cabo Frío y en el campo de Paraíba, probablemente a orillas del río del mismo nombre, donde estaban acompañadas de letras esculpidas, cuyo sentido se desconocía.
   El padre Ruiz de Montoya agrega que en el fin de la playa de Santos donde Pay Zumé desembarcó, frente a la barra de San Vicente, se podían ver las huellas que dejó en una roca elevada, a un cuarto de legua del pueblo. El padre Lozano precisa que no estaban grabadas, sino pintadas. 
    A orillas del Iguazú, según el mismo religioso, Pa’i Zumé dejó rastros en el lugar donde se había reclinado “para recrear un poco sus fatigados miembros”. Y en los alrededores de Asunción, nos dice Ruiz de Montoya, en la cima de una eminencia, dos huellas humanas eran visibles  y la del pie izquierdo precedía a la otra.
    Son escasos los indicios materiales del paso del apóstol por Bolivia. En el Perú, por el contrario, las pisadas reaparecen, numerosas, según el testimonio del padre Ramos. Se las encuentra en Calango, en el valle de Cañeque; en Collado de Lampa; en San Antonio de Conilap, departamento de Chillaos; en la provincia de Chachapoyas (Alto Amazonas) y en la Isla del Sol, en el medio del Titicaca. En todas partes, estas pisadas están profundamente hundidas en la roca.
   Una de ellas, la de Calango, nos es conocida gracias al padre de la Calancha, que transcribe dos descripciones independientes. La primera se debe a Fray Raymundo de Hurtada, doctrinante del pueblo, quien escribió: “…una peña muy grande de más de doce pies de largo, en un altillo de ladera sobre unos andenes como grandes pasos de escalera junto a la iglesia vieja y antigua casa de los padres; en esta peña blanca muy lisa y bruñida, diferente de las otras que hay por allá, que cuando le da el sol o la luna hace visos como si fuera de plata, está una huella como de 14 puntos en ella hundida como si fuera de blanda cera, y a una parte muchas letras en renglones.”
   El otro testimonio es más preciso. Está contenido en el informe enviado en 1625 al arzobispo Gonzalo de Ocampo por el licenciado Duarte Fernández, visitador de Calango: “Junto a donde estaba la iglesia vieja, está la piedra de que tantas antigüedades dicen las tradiciones. Es de un mármol azul y blanco luciente; está doce varas y cuarto levantada por una cabeza; seis varas y media tiene de largo y de ancho cuatro y media; está figurada e impresa una planta de un pie izquierdo de más de doce puntos y por encima unas señales o letras… más abajo están unos círculos y otros como llaves; no quisieron decir los indios su origen.
   Era cacique en Calango don Juan Pachao y éste y otro indio viejo declararon y después de algunas diligencias confesaron ser tradición de sus antepasados que en la lengua quichua se llamaba esta piedra Coyllor Sayana, que quiere decir: piedra donde se paraba la estrella”.   
   Aquí tocamos la esencia misma del mito. El santo que se para a predicar es una encarnación astral, un sol vivo que derrite la piedra. Tal concepción proviene de tiempos neolíticos, y sugiere una génesis del mito muy anterior a la era cristiana.
   Entretanto, los paralelismos con el Evangelio son innegables, y desconcertantes. A tal punto llega la confusión, que la cruz cargada por Tonapa se venera hoy en una iglesia católica. 




25


   En la segunda mitad del siglo XVI, poco después de que los españoles hubieran ocupado la región, el padre Sarmiento, cura del pueblo indio de Carabuco, recibió la información de que una cruz antiquísima estaba enterrada en los alrededores, a orillas del lago Titicaca. En el curso de una pelea entre dos tribus rivales, los urinsayas y los anansayas, estos últimos reprocharon violentamente a sus enemigos el haber lapidado a un santo, en otros tiempos, e intentado quemar una cruz que llevaba. Pero ellos, los anansayas, la habían recogido y escondido. Algunos jóvenes se apresuraron a avisar al cura. Según otra versión, éste se enteró por su sacristán que había obtenido el dato de una mujer “durante una fiesta y borrachera”. O también por un indio que esperaba una gratificación.
   Sea lo que fuere, el padre Sarmiento mandó hacer excavaciones en el lugar indicado y descubrió, en efecto, una cruz de madera de alrededor de seis pies de largo que llevaba dos clavos de cobre y un anillo del mismo metal. El obispo de Charcas, Alonso Ramírez de Vergara, indagó el asunto. El resultado de la investigación habrá sido satisfactorio, pues mandó edificar una capilla y autorizó la veneración de la cruz. Más aún, prosiguió las excavaciones en el lugar donde se la había desenterrado y un tercer clavo de cobre apareció, el que se llevó a Charcas.
   Entre tiempos, se habían soltado las lenguas y los indios ya no habían vacilado en contar lo que la tradición les había enseñado: un santo varón había traído la cruz y la había plantado en la cima de un cerro que los indígenas utilizaban para sacrificios paganos. Cuando la llegada de los españoles, observando que éstos levantaban cruces en todas partes como símbolos de su toma de posesión del país, habían derribado la suya e intentado destruirla. Pero había resistido al fuego y en vano habían tratado de hundirla en el lago: por más que la hubieran cargado con piedras, siempre había vuelto a la superficie. Entonces habían decidido enterrarla.
   ¿Habrá que sospechar alguna mistificación del padre Sarmiento, para dotar al pueblo de una santa reliquia? El destacado arqueólogo norteamericano Bandelier estudió a fondo el problema, yendo a Carabuco en 1897. Hizo notar que las tradiciones relativas a la cruz las relataban no sólo sacerdotes, sino también laicos como Simón Pérez de Torres y Cristóbal de Jaque de los Ríos de Mancaned. Pero por sobre todo, no tendría sentido tal ficción dirigida a convertir a los indios, si éstos supiesen ser falsa la historia, que los incluía como protagonistas.
   Existían dos cuadros de factura muy primitiva que ornamentaban la capilla de Carabuco, los cuales, según el padre Uría, mostraban el tormento de la mujer que reveló dónde estaba enterrada la cruz. Ignoro si permanecen allí, pero hasta donde yo sé, la cruz conserva su lugar en el santuario, y en la devoción de los indios. 
   La leyenda de Tonapa impresionó vivamente a los misioneros, quienes hicieron de él un apóstol precolonial, como hemos visto; Santo Tomás, San Bartolomé, San Pedro o San Pablo... ¿Quedarían los indios fuera del mensaje evangélico? Claro que no.
   Jesús en persona predicó en América, según Werley Craig, cabeza de la iglesia de “Jesucristo de los Últimos Días”. Poseía el don de las lenguas, he aquí porqué tantas tribus diferentes le entendían. El sagrado madero del cual pendió el nazareno atravesó el océano con él tras la Resurrección, y fue a parar al santuario andino de Carabuco. Todo quedaba explicado.
   Pero ¿Qué hacen sus huellas en Patagonia, donde nadie le recuerda?
   Misterio… 

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