miércoles, 18 de diciembre de 2013

El misterio de la piedra azul



1

   Tengo en casa hace tiempo un viejo libro de tapa verde. Se llama “El Tronco de Oro”, del doctor Gregorio Álvarez, y trata sobre folclore del Neuquén. En él leí la explicación de porqué es malo trabajar el primer lunes de agosto (Caín mató a Abel ese día, por eso tiene una “hora grande”), una advertencia de no detenerse en la ribera de ríos y lagos australes por la presencia del “cuero uñudo” (envuelve a quien le puso el pie encima y lo arrastra al fondo del agua), la historia de la “piedra saltona” de Cajón Grande, una roca de gran tamaño que rodó ladera arriba cuando nadie la miraba (hecho comprobado por el autor en persona). Tales temas lo han convertido en mi libro de cabecera, quizás porque no tengo la cabeza muy sólida.
   Pero entre todos los informes que trae el libro, hubo uno que hirió en lo vivo mi imaginación, por referirse a una insignia cargada de poder mágico, hoy en poder del pueblo mapuche. Muy pocas personas conocen la existencia de este objeto en Argentina, o en Neuquén mismo. Si uno pregunta a un antropólogo, o incluso a un mapuche chileno, por la Piedra Azul de Calfucurá, sólo obtendrá por respuesta un encogimiento de hombros. Sin embargo, la pieza existe, y se utiliza en el momento culminante de la rogativa llamada Nguillatún o Camaruco, una vez al año.
   Recuerdo ahora lo que me contó una india tehuelche en Bariloche: “Nos aguantamos las ganas de hacer pis tres días durante el Camaruco, así le damos al cielo ganas de llover”. Hermetismo puro, pensé al oírla, el agua que se acumula en las vejigas hace condensar agua en las nubes, luego la orina abundante hace llover. La rogativa se lleva a cabo en privado, sin la presencia del hombre blanco, alrededor de un altar o rehue, constituido por un mástil o un tronco con escalones tallados, que representa el camino al cielo. A su lado disponen dos corderos, que son sacrificados para propiciar a los dioses. Sus corazones se colocan sobre las ramas de dos manzanos a ambos lados del rehue, mientras se queman la carne y el cuero en holocausto, cuyo humo sube al cielo. Los danzantes, pintados de azul y rojo, ejecutan su baile, el ahuin los jinetes, y el purrün las mujeres en torno a los fuegos. La rogativa finaliza con un banquete donde todos se disponen en filas circulares. 

   
                         Indios mapuches celebrando el Nguillatún.

   Ahora bien, el Tronco de Oro menciona una particularidad en la celebración que del Camaruco hace la tribu de Namuncurá, a orillas del Aluminé. A diferencia de todas las demás tribus mapuches, ellos instalan sobre el altar o rehue –atándola con ligaduras sagradas- una Piedra Azul, también llamada chevülpué. Ninguna comunidad mapuche cuenta con nada parecido a esto, ni equivalente. La Piedra Azul es una exclusividad de los Namuncurá. Y, para mayor misterio, el doctor Álvarez nos informa que esta piedra “no ha sido vista por ningún hombre blanco”.
   Para mí, fue leer este párrafo, e interesarme inmediatamente por ella. Pues todo lo que es singular, prohibido y oculto parece llamarme, como si algún misterioso decreto del destino me ordenase ir a su encuentro, y sacarlo a la luz. ¿Quiénes eran los Namuncurá? ¿Porqué eran dueños de esa piedra, ellos solos? ¿Y qué papel jugaba Calfucurá, el temido cacique de las pampas? Recordaba vagamente haber leído que este cacique mantuvo cautivo a Orélie Antoine de Tounens, el megalómano que se nombró a sí mismo Rey de la Patagonia.
   Sí, ahora recuperaba la historia: mientras duró su cautiverio –dos años- al monarca no le estuvo permitido ponerse de pie. Cada vez que lo intentaba, alguien lo bajaba de una patada. Eso es cuanto sabía de Calfucurá, pero no era suficiente. La curiosidad me había picado como un mosquito; sentía que se iniciaba una investigación importante para mí, algo en lo que me involucraría personalmente. Tenía presente la enseñanza de Platón: el filósofo no debe distanciarse del objeto de su estudio. Esto significa que uno puede ser más fecundo trabajando en el campo que le apasiona. Yo amaba la Patagonia, aún antes de conocerla; he aquí porqué leía tanto acerca de ella. Las regiones y los países por los que sentimos afinidad nos llaman, ése es el comienzo de la aventura: nombres, simples denominaciones geográficas cifrando un destino que elegimos.
   Desde hace tiempo intuía dónde buscar; ahora por fin sabía qué. Mapas, itinerarios, libros, todo se congregaba pugnando por obtener primero mi atención: decidí empezar consultando las biografías de caciques indígenas en la Enciclopedia Argentina.

                                                           2

   “Calfucurá, Juan. Cacique araucano perteneciente a la etnia pehuenche. Originario de Chile, finalmente se estableció en territorio argentino. Dirigió la Confederación de Salinas Grandes, en Neuquén, y a la mayoría de los malones que asoló la provincia de Buenos Aires a mediados del siglo XIX. Luego de haber invadido Rojas (1844) y Chivilcoy (1846), firmó un tratado con Juan Manuel de Rosas que aseguraba la paz en la región, pero poco después invadió Bahía Blanca (1847) y otras ciudades, uniéndose a Justo José de Urquiza, con quien estableció una buena relación personal.
   Mientras Buenos Aires estuvo separada del resto de las provincias, Calfucurá mantuvo en jaque a la primera, siendo el peor de sus ataques el realizado contra la ciudad de Azul (1855), por lo que las operaciones militares se focalizaron contra él. Después de triunfar en Sierra Grande sobre Bartolomé Mitre, sufrió una serie de derrotas. En 1859 estuvo en la batalla de Cepeda apoyando a la Confederación Argentina. Luego de varias incursiones por territorio bonaerense, fue derrotado en Pichi Carhué, en 1872. Murió al año siguiente. Manuel Namuncurá, uno de sus hijos y ahijado de Urquiza, continuó sus campañas.”
   Tal la biografía del poseedor de la Piedra Azul. No era un jefe indio más. Fue el cacique de las pampas más importante del siglo XIX. Me asombró comprobar sus estrechas relaciones con figuras históricas relevantes, incluso la enciclopedia reproduce una medalla con su nombre que le fuera otorgada por el presidente de la Confederación Argentina: “General Juan Calfucurá * Salinas Grandes”, reza la leyenda rodeando una panoplia de lanzas, flechas y boleadoras.
   El último párrafo de la biografía consignaba su parentesco con los Namuncurá, cosa que no dejó de sorprenderme. Y es que muchos argentinos tenemos presente al beato de las estampas piadosas, Ceferino Namuncurá. ¿Era posible que este joven, canonizado por el Vaticano, fuese descendiente del feroz cacique, cuyo mando obedecían veinte mil guerreros? Fui a la página correspondiente a él en la Enciclopedia:
   “Namuncurá, Ceferino. Hijo del cacique mapuche Manuel Namuncurá y de la cautiva blanca Rosario Burgos, ingresó en la orden de Don Bosco aunque los salesianos lo enviaron a Italia en 1904. En la Santa Sede, conoció al papa Pío X. Allí, a los 18 años, falleció repentinamente, víctima de tuberculosis, antes de poder ser ordenado. Fue declarado venerable por el papa Paulo VI en 1972.” 
     
                                           Ceferino Namuncurá

 No cabían dudas, Ceferino era nieto de Calfucurá, lo cual me dio que pensar en la sabiduría del Vaticano al canonizar a un miembro de la dinastía de los Piedra, pues no otra cosa denota el sufijo Curá. En conclusión, la familia Namuncurá resultaba detentadora legítima de la Piedra, y no depositaria casual.
   Extendiendo mis lecturas, encontré que Calvu Curá significa, literalmente, Piedra Azul. O sea que la piedra representa al cacique, es como su otro yo. ¿Sería, simplemente, una talla con su rostro? No. La Piedra pertenecía a la abuela de Calfucurá, según el doctor Álvarez, decano de la etnografía neuquina y mejor informado que nadie. Así que la identidad entre el cacique y la Piedra debe basarse en razones simbólicas, no aparentes.
   A mi mente vino la leyenda azteca del nahual, alter ego zoomorfo de cada persona, en quien residen sus cualidades esenciales, o quizá, su alma misma. Generalmente se trata de un animal salvaje o un ídolo de piedra enterrado, el cual define la personalidad del hombre y su destino. El cronista Ruiz de Alarcón refiere varios casos, ocurridos en la época colonial, de algunos indios que morían o eran heridos cuando se mataba o hería a un animal: por ejemplo, el de un indio que gritó de pronto que lo mataban los vaqueros, por lo cual fueron al campo y encontraron que habían matado a un zorro, y, volviendo a ver al indio, lo hallaron muerto “con los mismos golpes y heridas que tenía el zorro”.
   Probablemente existía una relación similar entre el cacique Calfucurá y la Piedra Azul, y también entre ésta y los sucesivos “loncos” o jefes mapuches de la tribu Namuncurá.
   Dejé los libros y me abstraje unos minutos; “Debo ir al sur”, me dije. La frase sonó rara en mis labios, ajena, en todo caso, a mi rutina de escritor y abogado. La repetí, despacio, y esta vez sonó más real: “Debo ir al sur…”


3

   Me apeé del micro que me trajo desde Junín de los Andes, justo frente a un almacén de ramos generales aislado en medio de la ruta. Un viejo de poncho abandonaba rápidamente el almacén, con aire de no querer pararse a conversar. Entré, y me atendió una italiana entrada en años, quien amablemente me indicó el camino. “Son trece kilómetros hasta la reserva mapuche, siga derecho hasta la escuela, después tome el camino que sube a la izquierda. El lonco es un hombre muy educado, se llama Celestino Namuncurá”.
   Compré un agua mineral, y emprendí la caminata a buen paso. La mañana era despejada; ante mí veía el volcán Lanín completamente nevado, similar a una estampa japonesa del sagrado monte Fuji. No sólo por su aspecto resultan similares, sino que tienen la misma altura: 3780 metros. Me envolvía un silencio absoluto, casi irreal; no había autos a la vista, ni viviendas, ni gente.
   Cada tanto me detenía para sacar una foto al volcán, y continuaba la marcha apurado. El último micro a Junín pasaba por la ruta a las seis de la tarde, y era dudoso que yo pudiese caminar 26 kilómetros de ida y vuelta para tomarlo a esa hora. Confiaba, sin embargo, en que la gente de Namuncurá me llevase hasta la ruta, evitándome el regreso.
   El volcán se perdió de vista, a medida que el camino bajaba entre las serranías. Poco después del mediodía divisé una casa, de la cual salieron ladrando unos perros bravos; tomé una piedra y seguí mi camino aparentando indiferencia.
   Pronto me alcanzaron, eran cuatro: el líder de la jauría me enseñaba sus dientes gruñendo, en tanto buscaba morderme la pierna. Una torpeza de mi parte hubiese bastado para terminar mi aventura ahí mismo, con el cuerpo despedazado, pero conocía por suerte el poder de la voz humana sobre los animales. Grité en tono autoritario, absteniéndome de usar la piedra, y los agresores desistieron.
   Más adelante, un arroyo unió su curso al camino, formando hermosas cascadas. No llevaba reloj, pero calculé que serían las tres de la tarde cuando alcancé la escuela. Llamé y nadie contestó, por lo que seguí mi camino.
   Empezaba a sentir cansancio; sudaba, y me saqué la campera. En la bifurcación tomé a la izquierda, tal como me aconsejara la italiana del almacén. El camino subía, estaba rodeando un cerro.
   Por fin alcancé una visión del valle, y de mi garganta brotó un grito de alegría: allá arriba, diminuto sobre un altozano coronado por una cruz, se veía un auto rojo. Ya tengo cómo volver, pensé aliviado.
   Al fondo del valle se veía una arboleda rodeando casas, ésa debía ser la reserva india. A medida que me acercaba, no obstante, me asaltó la inquietud.
   ¿Dónde estaba la gente? Bien mirado, el caserío parecía consistir en una sola vivienda, con algunas dependencias menores.
   ¿Sería nomás el poblado mapuche aquello que veía, o estaba más allá?
   Por fin llegué junto a la casa, al tiempo que un halo se formaba en torno al sol. Un niño de corta edad vino a mi encuentro.
-¿Cómo te llamás?
-Emanuel.
-¿Me llevás con tu papá?
   El niño tomó mi mano y me condujo hasta la entrada, donde ya salía a recibirme un hombre joven.
-¿Acá es la casa de Namuncurá?
-Sí.
-Quería conversar con don Celestino.
-No está él. Se fue al pueblo.
-Uh… ¿demorará mucho en llegar?
-Capaz que viene el domingo.
   Me quedé cortado de pronto. La ausencia del lonco no estaba en mis planes.
-¿Para qué lo buscaba?
-Quería hablar sobre una piedra sagrada que tienen ustedes, el chevülpué.
-Eso va a tener que conversarlo con él.
   Con ser simple, el hombre sabía dejar en claro su postura. Él no estaba autorizado a hablar de eso.
   Consideré con desánimo mi situación: no tenía nada para comer, ni lugar dónde dormir en la reserva. Si quería hablar con el lonco debía volver otro día en un remís, pero Junín quedaba a más de cincuenta kilómetros y costaría carísimo.
-¿Habrá alguien que me lleve a la ruta?
-Yo justo le saqué ayer el tanque de nafta a la camioneta, si no lo alcanzaba.
   Me rasqué la cabeza durante algunos segundos; las cosas se complicaban.
-Vi un auto rojo cuando venía, parado en una loma.
-Ése puede ser que lo lleve. Son de la comisión que cuida el santuario.
-Bueno, ha sido un gusto. Decile a don Celestino que estuve, voy a tratar de venir otro día. Yo me llamo Demetrio. ¿El nombre tuyo cuál es?
-Ceferino Namuncurá.


4

   Me encaminé a la loma, haciendo caso omiso del cansancio. De este lado no se veía el auto rojo, que bien podía haberse ido entretanto, dejándome solo en el páramo. Lo único que faltaba, pensé, esta subida empinada por los matorrales. Pero tuvo su premio, porque el auto aún estaba ahí. Busqué a sus ocupantes: estaban en lo alto del roquedal, eran tres mujeres. Subí a su encuentro, y las vi poniendo flores ante el busto de Ceferino Namuncurá, que presidía el santuario junto a una gran cruz.
   El lugar era hermoso; saqué una foto al busto con el volcán Lanín de fondo, y me dirigí a las mujeres, que ya bajaban.
-Buenas tardes.
-Buenas.
-¿Son ustedes de la familia Namuncurá?
-Sí, señor.
-Yo vine a ver a don Celestino, pero no lo encontré. ¿Será posible que me acerquen a la ruta?
-Pregúntele al que maneja si puede llevarlo. Nosotros vamos para el otro lado.
   La que así hablaba era una india ya madura, las otras dos, más jóvenes, no despegaban los labios. Miré hacia abajo, y divisé dos hombres que venían subiendo. Calculé que tardarían unos minutos en llegar, así que me senté a esperarlos.
   Cuando llegaron pude observarlos: eran mapuches puros, no como Ceferino, cuya bisabuela había sido una cautiva blanca. Cambiaron unas palabras con la india, y vinieron hacia mí.
-¿Así que vino a verlo a Celestino?
-Sí, pero no está.
   El mapuche meneó la cabeza, sentencioso.
-Y uno nunca sabe cuándo vuelve.
   Yo guardaba silencio. Si no ofrece llevarme, pensé, vuelvo caminando, y duermo en el almacén de la italiana. Sólo me inquietaba un encuentro crepuscular con los perros…
-El problema es la nafta.
-No se preocupe por eso, yo pago el gasto.
-Es que no tengo dónde cargar. Si voy a la ruca con mi gente y vuelvo a llevarlo a usted, nos quedamos en el camino.
-¿Y no hay estación de servicio en la ruta?
-Ninguna, hasta Junín.
   Por lo visto, no era ése mi día de suerte. Me puse de pie, y me abroché la campera.
-Está bien, no se preocupe.
   Dije esto en tono neutro, a modo de despedida. Había leído que Lovecraft, cuando estaba enfadado, utilizaba un tono fríamente cortés. Pero mis interlocutores indios quizá no apreciasen tal sutileza, lo cual era una lástima.
   En ese momento ocurrió algo inesperado, que dio un vuelco a la situación: la india más joven, que hasta entonces no había dicho esta boca es mía, habló:
-Papá, podemos llevarlo con nosotros.
   El hombre se volvió, vacilante; aproveché el momento para intervenir.
-Yo me acomodo en cualquier lado.
   Por unos segundos hubo suspenso; finalmente, el mapuche accedió.
-Bueno, véngase con nosotros. Ya veremos cómo lo acomodamos.
   Subimos al auto y partimos. El viaje fue largo, porque el conductor detenía la marcha cada tanto y bajaba junto con su compañero a tensar un alambrado. Por fin llegamos a la ruca cuando se ponía el sol.
   Los perros vinieron a nuestro encuentro apenas bajamos del auto; un viejo tomaba mate frente a la casa, donde entraron las mujeres. Se respiraba allí un aire apacible; quedé ocioso mirando el atardecer. Juan, tal el nombre de mi anfitrión, se dispuso a preparar un asado, y yo lo ayudé juntando ramas para el fuego.
   Pronto fue noche. El frío me empujaba contra las llamas del asador. No había probado bocado en todo el día, me sentía desfallecer de hambre. Por fin la india más joven, llamada Quimei, me invitó a pasar adentro para cenar.
   El interior de la vivienda era oscuro, únicamente alumbrado por un farol a querosén colgado del techo. Nos sentamos alrededor de la mesa, proyectando sombras vacilantes contra las paredes. El dueño de casa entró trayendo el asado, y todos echamos diente a la carne, que sabía a delicia. Probé un vaso de vino: me sentí renacer.
-Diga, don ¿cómo es su gracia?
-Demetrio.
-¿Viene de dónde?
-De San Martín de los Andes. Pero yo soy de Buenos Aires.
-¿Y para qué lo buscaba a Celestino?
   La que así preguntaba era la india madura, cuyo nombre no averigüé. Decidí ser franco con ella, de nada valía esconder las cartas.
-Yo estudio las creencias de los mapuches y los tehuelches, soy historiador. Leí por ahí que ustedes tienen una piedra sagrada, el chevülpué, que perteneció al famoso lonco Calfucurá. Quería hablar con don Celestino, a ver si él me cuenta un poco cuál es el simbolismo de esa piedra, qué es lo que significa para ustedes.
-No creo que él le cuente mucho, porque eso es cosa de misterio.
   La mujer se había retraído en sí misma como un caracol. No convenía insistir con el tema.
-Yo me doy por contento si puedo hablar con el lonco. Cualquier cosa que él me diga sobre la tradición mapuche será una enseñanza valiosa para mí.
   La respuesta pareció adecuada, porque no hubo más interrogatorios. Terminada la comida, salí a tomar el fresco, juzgando que era todavía temprano para acostarme.
   La tierra estaba en tinieblas, sin ninguna luz. Por contraste, el cielo constelado adquiría una profundidad infinita. Una voz a mis espaldas me sacó de mi contemplación.
-Punün Choique.
    Me volví, y vi al viejo detrás mío, señalando la Cruz del  Sur.
-¿Esas cuatro estrellas se llaman Punün Choique?
-Ahá.
-¿Qué significa?
-Punün es huella, Choique es el ñandú petiso.
-La Huella del Ñandú.
-Ahá.
   Permanecimos un rato en silencio, yo mirando el cielo, el viejo en su silla cebando mate. Mi mente había puesto en marcha una serie de asociaciones a partir del nombre mapuche de la constelación: recordaba haber leído en un libro de astronomía que los aborígenes australianos llaman a la Cruz del Sur “la pisada del águila”. Curioso, pensé, en ambos casos es la huella de un pájaro grande, y eso que la constelación es límpidamente geométrica, sin parecido alguno con una huella.
   El nombre tiene que haber sido transmitido de un pueblo al otro por difusión austral, me dije, pues en el hemisferio norte la constelación no es visible.
-¿Quiere oír historia de antigüidade?
-¿Cuál historia?
-Yo le puedo contar historia de… salamanca.
  Por lo visto el viejo, a quien llamaban Faustino, me había escuchado cuando dije que era historiador, y no quería desperdiciar un par de oídos atentos a su labia. Lo miré con atención: parecía más tosco que el resto de la familia, por su aspecto y su manera de hablar. Quizá recordase tradiciones desconocidas para los jóvenes, que en su mayoría ya no hablan la lengua mapuche, el mapudungun. 
-Cuente, don Faustino, soy todo oídos.
   Me senté sobre un cráneo de vaca que descansaba en el suelo junto a él, mientras los moradores de la casa se iban a dormir. Un silencio cósmico reinaba en el valle; a veces se oía estallar un rescoldo que ardía con fuego invisible.



5

-Las luces se veían a la noche.
-¿Luces?
-Sí.
-Ahá.
-Lo alcancé a conocer. Mi juventú lo alcancé a conocer.
-¿Usted vió alguna vez?
-Sí.
-¿Y cómo es eso, cómo era?
-Luces como a... como uno está en el pueblo nomás, hay luces por todos lados.
-Ahá... pero en el pueblo hay faroles y acá no.
-No acá cualquier lado, en el campo era lo mismo que en el pueblo.
-A la miércoles.
-Yo soy de Somuncurá, en el Río Negro. Y una vuelta salí de chasqui por un fallecimiento de... de una pibita, bah, me presté de voluntario me fui a Cona Niyeu. Y en la bajada del Rincón Grande hay un salitral grandote, hay. Me decían que por ahí había salamanca, bueno, yo no le creía... por ahí le creía alguno que... había salamanca.
   Me fui, se me entró el sol al bajar nomás, sería como las nueve, las diez de la noche, por ahí serían, me entré por el salitral ese. Y seguí galopiando.
   Y cuando seguí galopiando así, de frente venía un auto así, por la picada de Conaniyeu. Yo dije un auto, no le hice caso, iba a presentarme de chasqui en la comisaría de Cona Niyeu y cuando quise acordarme se pararon las luces y cómo chispiaba es... medio me quise sorprender, sujeté el caballo. Quise ladear el caballo así, mi caballo s’ asustó, no lo podía doblar el mancarrón y... quedó duro el caballo.
   Y agarré, le cambié el rebenque con ésta. Primero saqué una caja de fósforos y le hice cruz... le tiré el fósforo encendido... le hice cruz al caballo. Y después lo saqué, le encajé unos azotes con la mano izquierda, ahí recién lo saqué de la huella. Pero duro mi caballo. Y no salía al tranco y no salía tranquito y pasó... vino a quedar así, la luz esa, luces que habían, estaban abriendo. Y después se formó una luce de esa clarita, se formó como un pueblo.
   Ahí andaban gente caminando afuera, mujere y hombre. Yo llevaba ruda en el bolsillo, agarré un palo de ruda, me lo puse en la boca. Dentré a mascar. No alcancé a llegar a Cona esa noche.
   Me jui a quedar... al llegar al codo. Acá un alambre... no andaba mi caballo. Se quedó mi caballo. Al otro día, recién me presenté en la mañana.
   Venía aclarando... llegué a la comisaría. Ahí vide que había sido poderosa la salamanca. Ni me asusté, que si me asusto... no estaría haciendo el cuento. Cuando llegué allá le conté al jefe, al oficial... me pasó esa cosa. Tonce había un agente de policía, ahí de... de Rucu Luan era. Dice, sí dice, tonce usté pasó al lado de una salamanca, m’dijo el policía, el agente de policía.
   Dice, yo soy de Rucu Luan, dijo, en Rucu Luan había una salamanca grande... la luz en la noche... Yo no... no entiendo eso, dice el Jefe. Yo sí le dice el... el policía. Entiendo, le dijo. Yo soy de Rucu Luan y allá en mi pago hay salamanca, le dijo. Y qué le puede pasar a Usté, me dijo el... el oficial. No, digo, yo le aviso nomás mientras. Me puede pasar una cosa de vuelta, imprevista, le digo.
   Y cuando iba así, cuesta abajo, así, iba pa’llá hacía cuenta que me sacaban del recado del caballo. Parece que me tiraba pa’ trás. Casi me había sorprendido otra vez. Y mi caballo no daba nada, lo quería hacer galopear, no había caso...
-¿Qué susto no?
-Ahá.
-¿Y había gente? ¿se acuerda si estaban vestidos?
-Todos vestidos así como andamos nosotros, caminando. Hacé cuenta que... como un pueblito así. Luces por todos lados. Había un hombre que lo conocía yo acá en el... por acá en el disierto lo conocí, estaba vivo ese pobre hombre. Salía trabajando para acá. Y lo vide que andaba por ahí ese pobre hombre. No pasó ante el año, falleció. Lo vide con el vestuario que tenía, todo.
   Ante el año falleció. Así que eran cosa rara que habían eso. Ese salitral. Y ahora ahí en ese salitral dice no se ven la luce. Se ve, pero en lugar disierto. Arriba de una loma, se ve. Pero por temporada.
-Y usted sospechaba que eso era malo, ¿no?
-Sí... Ese mimo... ese mimo muchacho, bah, de la policía de... acá de... Rucu Luan, ese mimo me acompañó pa’ca. Y venimo conversando y... pasamo de día. Y en este... en este parte lo vide las casas que se formó, yo le digo no hay nada. Ahí estaba el otro caballo mío, donde lo saqué la huella pa’llá, pero al puro tranco, nomás.
-Y el caballo vino bien, ¿no se asustó más?
-Vino... vino bien el caballo, pero... no alcancé a llegar con ese acá. Lo dejé cerca de Cona, allá me prestaron otro caballo. Me vine en otro caballo. Una yunta de caballo. Con esa yunta llegamo...
-Porque el caballo cuando vio la luz, malició que algo raro había ahí.
-Claro... seguro. Se quedó... hacé cuenta que se asustó.
-¿Era un caballo que lo tenía desde hace mucho tiempo? ¿Lo conocía bien usted?
-Sí, era un caballo de un vecino que tenía acá. Así pasó.
   Don Faustino quedó en silencio, sorbiendo filosóficamente su mate. Ya los demás se habían ido a dormir, pero yo quería oír todavía una historia, así que atizé la conversación.
-Y a usted cuando era chico le contaban esas tradiciones...
-Sí, los antiguos sí. Los viejitos de antes sí.
-¿Y qué le contaban?
-Uh...! me contaban la historia d’antigüidade cuando... cautivaron esto... gente l’desierto... medio pasaron la lista. Los criaron. Y en esos cautivos... había sido cautivado también el... finado mi bisabuelo mío. Y ese era del Colorao.
-Eran tiempos muy duros aquellos también.
-Me creo que sí. Eran campos todo disierto. Cuando los agarraron acá... n’se de que manera lo agarraron pero... lo cautivaron.
-Y a dónde los llevaron, ¿sabe usted?
-Eso es lo que yo no tengo... y ande lo llevaron... porque... como es... Permita, voy a comodar un poco... está frío... (ensilló un poco el mate y puso agua a calentar)... Ahí sí, ahora sí. Sírvase.
 ...A los que cautivaron n’se a qué provincia lo llevaron, no? Entonce ahí ya s’dentró a entregar la gente arisca. Entraron a valuar. Eso ser’ian con todo lo finado... lo bisabuelo mío... que me hacían la conversación... primero agarraron un bascolino... si usted entiende bascolino no?
-¿Bascolino?
-Sí.
-No, no sé lo que es.
-Es hombre y mujer. Es varón y mujer. Bueno, ese se quedaron en Rincón del Bagual, en Anecón Grande. Esa persona dice que tenía dos aspitas, dos cuernitos igual que vacuno. Bueno, cuando lo agarraron a ese... así se fue entregando la gente pues... que fue cuando lo cautivaron a todos. Ahí agarraron a uno de eso media cola también, dice. Que había gente de esa... de esa nación.
-¿Qué significa media cola?
-La cola que... como la colita que tenemo nosotro nada má que cortita, la otra era má larga. Y se sentaban en el suelo ¿no? Arrollaban la colita y se sentaban en el suelo. Se sentaban ‘los garrone nomás. Y que eran antigüidá.
-¿Así que había de esa gente acá?
-Sí. Y puede que se manejaban con... corralito de piedra también. Bueno y dice que ya era... esa era.. ya era gente má ligero. Eso agarraba lo avestruce... con la mano. Lo corrían por derecho y lo agarraban.
   Eso alcancé... que me sabía contar lo bisabuelo y todo lo viejo antiguo que yo conocí. Me gustaba mucho conversar con lo antiguo. Y ahora que vamo quedando poco lo antiguo. Ya no quedan.
-Y esta gente que decía de media cola... ¿andaban desnudos?
-Yo creo que usaban... esto como es... chiripó.
-Para saber que tenían colita... cómo...
-Cuando cautivaron ahí se supieron que eran así esa gente.
-¿Quién los agarró, el ejército o la policía?
-Creo que fue... dicían que... el gobierno que... lo agarró.
-Esa gente no hacía daño... ¿Porqué los agarró?
-No, pero eran matrero igual que el animal silvestre. Esto era campo disierto.
   Ya debía ser medianoche. Entramos a la casa, deseándonos las buenas noches.
En la habitación donde habíamos comido encontré unas mantas tendidas sobre el suelo, ésa era mi cama. Me recosté y cerré los ojos…


6

   Al otro día desperté temprano, y salí al campo tras compartir un mate con mi anfitrión. Los mapuches son pastores, he aquí la razón por la cual viven tan aislados. Cuanto más lejos se dispersan los parientes, más pasturas disponen para su ganado. Allá lejos apareció una camioneta: el primer vehículo que veía desde que entré a la reserva el día anterior, aparte el auto de Juan.
   Cuando pasó frente a la ruca le hice señas, y el hombre paró. Era un gringo que venía con dos mujeres en la cabina; podía llevarme hasta Junín, si lo deseaba. No era cuestión de dejar pasar la oportunidad. Le pedí unos minutos para saludar a la familia que me había hospedado.
-Bueno, don Faustino, ha sido un gusto.
-Igualmente.
   Nos dimos la mano, y entré a la casa para saludar a las mujeres. En el comedor no había nadie, así que aplaudí y esperé a que apareciese alguien, según la costumbre del campo.
   En el vano de la puerta asomó Quimei. Se acercó a mí y habló en voz baja.
-¿Usté quiere saber cómo es el chevülpué?
-Sí, claro.
   La pregunta me tomó por sorpresa, pero respondí en tono seguro.
   Se había establecido una complicidad entre nosotros.
-Es una piedra así, alargada (separó sus manos unos treinta centímetros) y tiene la figura de una cara.
-¿La cara de quién?
   Cada palabra de Quimei era preciosa, pues ahora sabía que el lonco no me iba a revelar nada. La india se llevó las manos a la cabeza, en un supremo esfuerzo por explicar lo inexpresable.
-No tiene nombre. La piedra es un nehuén, un poder caído del cielo.
   Sonó un bocinazo afuera. Urgí una última respuesta.
-¿Cómo es esa cara?
-Es una cara que da miedo, de alguien que está por nacer o que va a morir.
   No hubo tiempo para más. Quimei se metió de prisa en su pieza, temerosa de haber cometido un sacrilegio. Salí sintiendo calor en la cara, yo también tenía conciencia de haber hecho algo incorrecto.
   Subí a la caja de la camioneta, tratando de no pisar un pavo embolsado.
   El gringo dio arranque y partimos. Recostado contra una bolsa de harina veía pasar el camino que tanto esfuerzo me había costado el día anterior.
   Yo iba despreocupado y contento de volver a casa; junto a mí venía el pavo con sólo la cabeza libre, pero no intentaba moverse. De cuando en cuando parpadeaba, camino a su ejecución.